¡Qué alegría!
No me lo puedo creer. Son las diez y veinte de la noche de un viernes y estoy derrotada.
Debimos haber llegado hoy a los 30º y acabo de sentarme desde que comí. No está mal para una madre-trabajadora-amadecasa-mujer. Todavía tengo que planchar, poner una lavadora, ducharme y quisiera leer y soñar pero ya no me quedan ganas de nada. Ah!, se me olvida que debo cenar. Sí, cosa importante. A veces se nos pasan por alto las normas más sencillas de supervivencia. Sólo me doy cuenta de la vida que llevo cuando me subo a la báscula de baño por las mañanas y veo que mi peso lejos de subir desciende. Ya no recuerdo cuando había pesado tan poco. Si fuese boxeadora sería peso pluma o mosca. No sé en qué categoría encuadrarme. Y esa frase de todos los que me ven a diario “¡Que delgada estás!”... asusta un poco pero ¿qué puedo hacer?
Me he concedido unos minutos de relax para encender una vela, fumar un pitillo (el primero del día) y contemplar mi bonito ramo de clavelinas y ramas de tuya que reposa lleno de vida en la mesa del salón.
No puedo más.
Me encantaría descalzarme ahora y alargarme cuan pequeña y delgaducha soy en el sofá y olvidarme de que la vida tiene que seguir.
Oigo a Violeta, cantando en su francés disparatado, en la salita. Hoy le han dado las notas y tiene que recuperar. No ha sido una sorpresa. Este año ha sido muy duro para las dos. Así que lo único que puedo hacer es armarme de paciencia, apoyarla y ayudar a que venza su desánimo y a que mejoren su autoestima e inseguridad adolescente.
La vela despide una bonita llama y me gusta echarle una ojeada mientras escribo.
Descubro en la estantería del mueble un libro que ya no recordaba “Prodigios de la naturaleza”, de Rupert O. Mattews. Lo abro al azar y se descubre ante mi vista una impresionante fotografía del Río Amazonas, la más poderosa vía fluvial de la Tierra. Asusta un poco verlo.
Violeta cambia de una canción a otra continuamente: “Y ahora que no estás aquí, me doy cuenta cuanta falta me haces…”
Todavía no terminé de recoger toda la compra. Abro el libro en otra página y aparece la Barrera de Ross, el mayor iceberg del mundo. Unos acantilados verdeazulados.
Y ¿ahora qué cenamos? Violeta cenará leche con cereales, como siempre. Y lo mío ha de ser algo fácil y rapidito. Ya he desgastado tanto mis energías que cualquier mínima tarea me supone un esfuerzo fuera de lo común. Quizá fuera conveniente que me tomase vitaminas. Mi peso no es para tirar cohetes.
Violeta me pregunta desde la salita: “¿Mamá qué haces?”. Le respondo: “Escribo”. Pero yo no escribo. Divago, simplemente. Vuelco en las hojas mi vida, como si no fuese mía. En ocasiones cuando releo mis textos me digo: “No puedo ser esta mujer”.
Esta canción me gusta: “La dulce niña Carolina no tiene edad para hacer el amor...? Y yo, ¿tendré esa edad o se me habrá pasado el arroz como dicen muchos y muchas despectivamente? La verdad es que creo que no se me ha pasado nada de nada. Además a mí me gusta el arroz requemado. Así que ¿qué más da todo? Sólo se trata de vivir cada instante, cada día, cada noche, cada semana…
Voy a hacer algo agradable. Olvidarme de todo.
Prepararé un bocata de queso gallego de esos que dicen de “manteca” porque se funde en la boca. Abriré una cerveza. Pondré “mi música agradable”. Y seguiré leyendo “Las tinieblas del corazón” de Carmen Durán. Este libro me está gustando.
a veces, como hoy,
se me sale el amor del pecho
y no puedo hacer otra cosa que
cantar y bailar
canciones como ésta.
y ésta:
“… hoy me pasa el amor de parte a parte,
temo encontrarte y no reconocerte.
temo extender la mano y no tocarte,
temo girar los ojos y no verte
temo gritar tu nombre y no nombrarte;
temo estar caminando por la muerte”