DE CUANDO MARGARITA EMPEZÓ A DESEAR SER OTRA COSA
Margarita se supo distinta desde el momento en que abrió los ojos y sintió el primer soplo de brisa marina. Y lo supo instintivamente, no necesitó que su madre ni sus hermanos le dijesen nada. Cada vez que hablaba con su familia y con sus vecinos notaba las miradas extrañas que se clavaban sobre su cuerpo. Se expresaba con claridad, y con una espontaneidad que no observaba en el resto de sus congéneres. Por eso poco a poco se había ido aislando. En vez de jugar con las demás tortugas de su edad prefería irse a la orilla del mar a buscar conchas o esconderse entre las hierbas y observar como los caracoles y demás insectos realizaban sus quehaceres.
Un día mientras estaba escondida vigilando a una libélula vio a Lucrecia, una tortuga que según las habladurías, estaba muy enferma. Una de esas nuevas enfermedades raras. Iba a acercarse a hablar con ella, quería conocerla, cuando de pronto la sobresaltó un ruído. Era una gaviota que bajaba en picado. Intento correr para separar a Lucrecia de su trayectoria porque pensó que sería más efectivo que hablarle pero al ver que no llegaría a tiempo gritó con todas sus fuerzas:
- ¡Cuidado! ¡Cuidado!
No bien había terminado de decir el segundo “Cuidado”, ya vio como Lucrecia viajaba por el aire suspendida en el pico de la gaviota.
El caparazón de Margarita crujió estrepitosamente y empezó a picarle todo el cuerpo como si se cayera de lleno en un campo de ortigas. De ahora en adelante eses serían los síntomas que sufriría cada vez que algo la incomodase o entristeciera de verdad pero Margarita todavía no lo sabía.
Desarmada y confundida volvió al campamento. Tenía que contar lo sucedido a las demás. Cuando llegó al grupo nadie le hacía caso. Cada una estaba a lo suyo. Por eso, tuvo que empezar a chillar como una histérica para que dirigiesen su atención hacia ella:
- ¡Lucrecia! ¡Se han llevado a Lucrecia! ¡Ha sido una gaviota! ¡No llegué a tiempo de salvarla! ¡Intenté ayudarla pero no pude hacer nada!
Todas la miraron con algo de desprecio y reproche. Su madre para hacer menos tenso el momento le habló:
- Margarita, hija, ¿no te das cuenta de que es Ley de Vida? Los fuertes salen adelante y los débiles… Esa es nuestra primera lección, una lección que te enseñé hace tiempo y por lo visto, parece que no prestaste la debida atención.
- ¿Por qué era débil Lucrecia? -le respondió Margarita dolida y sin acabar de comprender.
- Estaba enferma, muy enferma -siguió diciendo su madre.
- No se podía hacer nada por ella -dijo otra tortuga que estaba más al fondo.
- Creo que es lo mejor que le podía pasar -dijo otra de ellas, con cara de haberse sacado un peso de encima.
- Eso es cruel, Mamá, ¿cómo podéis estar diciendo todas esas cosas? -dijo Margarita dirigiéndose a todas en general.
- Margarita, hija, ya te estoy diciendo que estaba enferma, parece que no quieres entender -contestando en un tono ya desafiante y queriendo dejar zanjado el asunto.
- ¿Y qué le pasaba exactamente? ¿Qué enfermedad tenía? -insistió terca Margarita.
- Estaba enferma y punto ¡Deja de dar la lata que pareces tonta! -le chilló su madre.
Las tortugas se miraron todas unas a otras. Empezaban a preguntarse a ver quién contestaba a la pregunta de Margarita, todas querían saber de qué enfermedad se trataba. Seguro que alguna sabía algo más sobre el asunto que el resto desconocía. Lo que le pasaba a Lucrecia tenía un nombre y alguna tendría que saberlo. Era lógico. Pero todas se equivocaban. La triste verdad es que nadie se había preocupado en ningún momento de hablar con Lucrecia para saber que le dolía, por qué estaba tan enferma.
Así que nadie dijo ni una sola palabra. Poco a poco, silenciosas y cabizbajas, el grupo se disolvió. Margarita se quedó sola varada en la arena, como un barco viejo abandonado. Hasta su madre y sus hermanos se habían marchado con todas las demás.
En ese mismo instante, viéndose tan sola y aturdida, comprendió lo terriblemente injusto que era toda la historia y que los demás, aunque fuesen todos menos ella, estaban equivocados. Lucrecia tenía un corazón y nadie se había acercado a él. Y ella… Margarita era demasiado pequeña. No crecía físicamente como las demás, otro hecho que la hacía sentir también diferente.
Se avergonzó entonces de ser tortuga y se juró a sí misma y le juró a Lucrecia, donde quiera que estuviese, que intentaría hacer algo. No sabía por dónde empezaría, ni las cosas que tendría que cambiar pero tenía claro que no quería vivir de aquel modo.
A partir de ese día su estancia en el grupo se hizo más difícil si cabe. Todos le hacían el vacío cuando se acercaba y hasta su madre, lo peor de todo, se avergonzaba de ella.
Pasaba todas las horas de su tiempo, excepto cuando dormía, pensando y pensando. Había oído hablar a algunas tortugas del grupo, las que tenían más fama de díscolas y revolucionarias, sobre no se qué de unas asambleas. Parece ser que todo era algo clandestino. Cuando hablaban sobre ello lo hacían cuchicheando y con gestos y hasta utilizaban un código en clave. Margarita podía ser pequeña, inocente y todo lo que se quisiera pero no tan tonta como para no darse cuenta de que había algo extraño en todo aquello, de que había otro mundo paralelo entre algunas tortugas, podía apostar la cabeza. Y decidió averiguar algo más sobre el asunto.
Una noche montó vigilancia. Hizo esfuerzos terribles para no quedarse dormida así que cuando casi todas estaban ya abandonadas a Morfeo ella seguía con los ojos entreabiertos. Así fue como comenzó a escuchar lo que decían algunas tortugas en sueños ¡Era increíble! Tenían una verdadera organización. Hablaban por turnos y se respetaban unas a otras. Y parece ser que se trasladaban a esa dimensión desde una de las fases del sueño. Atenta a las conversaciones dedujo que el denominador común de todos aquellos “sueños en alto” era que todas deseaban ser otra cosa. Por los motivos más diversos y extravagantes habían renunciado a la condición de ser de una tortuga. En aquellas reuniones nocturnas se buscaban a sí mismas. Buscaban dentro de lo más profundo de su ser en qué querían convertirse.
Margarita no salía de su asombro.
- Entonces todo eso que se rumoreaba por ahí era cierto. Nada de Leyendas Urbanas, como le decía su madre. Resulta que después de todo ella no era tan rara. Resulta que había más como ella. ¡Vaya, vaya! -se decía Margarita a sí misma.
Y tratando de digerir todo aquello, Margarita se echó a dormir.
A la mañana siguiente salió como de costumbre a dar su paseo por la playa. Y tan entretenida estaba mirando al mar que no oyó llegar al cazador de tortugas. Cuando vio que se acercaba con su truel no tuvo miedo, no escapó como las demás. Se dejó coger mansamente porque nada de lo que le pasase en adelante podía ser peor que aquel aislamiento en el que vivía. Y lo más importante, estaba preparada para empezar una nueva vida. Lejos. Muy lejos.
Quiero resaltar que esta parte final del cuento surgió de una de mis sesiones del taller literario. Una tarde llevé la primera parte del cuento (y la única por entonces) al taller literario, para que mis compañeros opinaran sobre ella. Dersu, unos de mis compañeros que alguna vez al principio participó en mi blog y que durante un breve espacio de tiempo escribió el suyo propio, inventó posteriormente una historia, explicando su versión de porqué una tortuga iba a querer ser un ciprés. Se le hacía raro pensar en ello. Una vez que leí su cuento hice mi propia versión (la que os acabo de presentar), y la hice sobre todo porque él me pidió que la escribiera, llevado de la curiosidad por indagar en la psíque de humanos y tortugas :-))
Me regaló su cuento impreso (que voy a conservar siempre) con una dedicatoria:
"A la creadora de tortugas. A mi tortuga favorita, de una tortuga más antigua en la asamblea. Con cariño.
P.D.: Todos somos tortugas"
Sé que continúa leyéndome de vez en cuando y que le gustará leer que valoro y reconozco su participación en este cuento, más que eso, de seguro que sin su insistencia no hubiera escrito esta parte, principio y fin de la historia. Gracias mil, Dersu.