
Con los brazos abiertos.
Vivo prisionera en una lujosa celda.
Las paredes están empapeladas en tela de seda granate y oro. La cama tiene un dosel de encaje blanco roto y hay cojines de múltiples colores por toda la estancia. Cómodos y mullidos sofás acogen mi cuerpo desganado como si fueran vientres maternos. Luces estratégicamente situadas hacen que mi cárcel parezca un palacio de oriente en miniatura. Y la única ventana de mi pequeño mundo da a un patio interior con un maravilloso jardín. El ruido de la fuente es el que me adormece cada noche antes de rendirme por completo al sueño.
En la puerta de mi celda, cada día a las horas de las comidas, encuentro suculentos manjares preparados con ricas especias traídas desde todos los confines del universo y los más tiernos y apetitosos frutos.
También me obsequian cada día con tisanas y bebidas espiritosas y adornan mi habitación con flores bellas. Podría ser una mujer muy dichosa. Más nada satisface mi hambre y mi sed.
Porque sólo quiero alimentarme de Congo, renunciando así a todos los demás placeres que me pueda ofrecer el mundo. Por eso mi cuerpo se niega tenaz y rotundamente a abrir la boca sino es para recibir sus besos y beber de su saliva.
Sí, sólo quiero alimentarme de sus susurros lentos recorriendo los lóbulos de mis orejas, de su lengua sigilosa y húmeda dibujando un camino sinuoso por mi espalda, de sus manos fuertes acariciando mis mejillas arreboladas…
Sí, quiero alimentarme con el aroma que se desprende de su cuerpo cálido cuando entra en contacto con el mío, mirarme en sus ojos como en un espejo y emborracharme hasta el orgasmo con toda la savia que emana de sus entrañas.
Por eso aquí, en estra cárcel de abrazos y soles anaranjados es donde quiero exhalar mi último suspiro. No tengo ninguna duda.
A pesar de todo, es en los momentos de más tristeza cuando siento que el corazón me late con más arrojo. Tal vez sea porque el abandono, me impide sostener esa coraza que hace tiempo construí, en su sitio.
Despojada de toda vestidura y armamento y con los poros de mi piel abiertos de par en par al aire frío, me dejo caer hasta el fondo.
Otra vez.
Instalada en la oscuridad, reconozco las paredes de piedra con las yemas de los dedos y respiro entrecortadamente el olor del moho que va entrando por mis pulmones despacio, hasta humedecerme las entrañas.
Es ahí en esos momentos de más desesperación y soledad cuando sé que eres el definitivo, Congo. Porque te siento como un dolor profundo, como imagino que sentirá la soga el ahorcado, antes de morir.
Será que ha caído la noche.
O que todavía no has llegado a casa.
Siento que tengo que escribir hoy la continuación de ayer, que tengo que volver a desnudarme ante esta página en blanco. Explicar los porqués que no me atreví a desvelar. Hacer borrón y cuenta nueva.
Es el miedo.
Siempre es el miedo el que ronda los días malos, las tardes apagadas, las noches insomnes, los momentos en que vuelven los demonios de la niebla.
Ayer fue eso, simplemente. Uno de esos días que pasan sin pena ni gloria. Bueno, con más pena que gloria, para ser sincera. Uno de esos días bacheados, donde todo se confabula a mi alrededor para situarme próxima al abismo.
Y tu ausencia, Congo.
Sé que no quieres que esté triste, que te prometí que no me dolería echarte de menos pero a veces las emociones son incontrolables. Como ayer. No te enfades conmigo, ya pasó. Hoy ya estoy mejor aunque el cielo siga gris y las nubes apelotonadas justo encima de este rincón del norte. Que parece que están disfrutando aquí de una concentración como esas a las que vamos nosotros en moto.
Sí, ya sé que el recurso del tiempo no es muy original y demasiado socorrido pero es verdad que influye en mi ánimo. Y no es que me lo esté inventado yo, está demosatrado. El sol es bueno, da vida, alegría, impulsa a las personas a salir de casa, a abrir las ventanas, a leer en una terraza… Pero así… así llega la melancolía de las castañas, de las hojas caídas, de la manta en el sofá, de la siesta en tu regazo.
¿Sabes?
Ayer fue la primera vez en mi vida que no hice la cama. No tiene importancia, nadie vino a casa a pasar revista. Ya te estoy oyendo decir: “Venga, tonta, ya iba siendo hora de que dejases de ser doña perfecta. No pasa nada”. Tienes razón, no ha pasado nada, incluso esta noche la he dormido toda seguida. Y Senia ni siquiera se enteró de que no la hice porque no pasó por la habitación. Así que es nuestro secreto. Aunque conociéndote igual un día para chincharme se lo contarás y yo haré como que me enfado contigo.
Nuestros juegos.
Ya faltan pocos días. Tan pocos que ya pronto empezaré a ponerme nerviosa, tal vez mañana o pasado. Ya me conoces. La risa floja. Los gestos exagerados. La mirada que no se atreve a buscar tus ojos. Hasta que nuestras bocas que saben más que nosotros, se atraen irremediablemente y se encuentran. Y la ausencia de todos estos días atrás se borra, se desdibuja en ese beso hasta quedar reducida a la mínima expresión matemática. Y el espacio que dejó tu ausencia al marcharse se llena con todas las fantasías que imaginamos en el tiempo que estuvimos separados. Y tú me cuentas las tuyas. Y yo te cuento las mías.
Y vuelve la complicidad.
Y empezamos a contar de nuevo.
Hasta la próxima vez.