Díaz Vázquez, Manuel José
Edita: Atlantis
Mazico y su nieto sobreviven en su viejo barrio de toda la vida, donde la decadencia, las privaciones y la sordidez de las clases populares proliferan y ofrecen relieve a un bodegón constumbrista de la España de principios del siglo XX.
Son tiempos de carencias y compromisos ideológicos, donde las noltalgias de los mayores avivarán recuerdos quizás olvidados en el desván de la memoria.
A través de la memoria de Mazico, en Queso fresco con membrillo se realiza un recorrido por la vida cotidiana de un abuelo adepto al vino, aderezado con anécdotas y sucesos cotidianos pero entrañables.
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"De repente, Ramonciño Pichel se levantó de su pupitre y encaminándose hacia la mesa de la maestra, haciendo crujir el tillado húmedo y apolillado, dijo...
--Señorita...
--¿Sí?, ¿qué quieres?—la profesora Ocampo levantando la vista y reparando en Ramonciño...
--¿Puedo ir al servicio?
--Sí, pero no tardes mucho.
Los alumnos observaron tímidamente esta escena, escapando a hurtadillas de su tarea, pero al momento volvieron a su labor: “...combatió en la famosa batalla naval de Lepanto...”.
Ramón cruzó la estancia emitiendo un chasquido peculiar a cada paso: ¡ñec!, ¡ñec!, y se introdujo, abriendo una puerta de color verde en una especie de garita de un metro cuadrado.
Sus condiscípulos seguían embebidos copiando el texto... “pobre siempre, más nunca abatido...”. Sólo se oía el contacto de los bolígrafos con la superficie de los cuadernos, alguna tos infantil, el miau ocasional y displicente del gato y el silbato lejano del afilador: ¡Fiiiiuuuuuuuu!, ¡fiiiiiiiuuuuuu!.
Un grito suplicante cortó el silencio:
--¡Señorita!, ¡señorita!
Era Ramonciño desde el retrete, entreabriendo la puerta verde y sacando su nariz, sus cejas en paréntesis, el pelo erizado y el incipiente bozo, todo negro como un cuervo.
--¿Qué te pasa?—preguntó asustada Finita Ocampo, incorporándose...
--¡Señorita!, ¡Hum!, no puedo... ¡ejem!, no puedo... sacar... la pirola. Se me ha atascado la cremallera.
Una explosión de risas y regocijo general inundó el aula, dejando al pobre don Miguel de Cervantes cautivo en Argel...
La víctima forcejeaba con la pretina, con el ánimo de liberar su apéndice enjaulado. Todo resultaba en vano. Resoplaba: ¡fu!.
--¿Qué?, ¿cómo va?, ¿puedes?—le preguntó solícita la profesora, mientras intentaba apaciguar el huracán de exaltación.
--Nada. Mal. No hay manera. ¡Qué llamen a los bomberos!
No hizo falta. La sacrificada educadora ayudó, resignada, a Ramonciño Pichel a bajar la cremallera.
El gato dijo: “¡miau!”.
--¡Fiiiiiiiiuuuuu¡fiiiiiiiuuuuuuuuuu!,¡el afiladoooooorrrrrrr!. "
"De repente, Ramonciño Pichel se levantó de su pupitre y encaminándose hacia la mesa de la maestra, haciendo crujir el tillado húmedo y apolillado, dijo...
--Señorita...
--¿Sí?, ¿qué quieres?—la profesora Ocampo levantando la vista y reparando en Ramonciño...
--¿Puedo ir al servicio?
--Sí, pero no tardes mucho.
Los alumnos observaron tímidamente esta escena, escapando a hurtadillas de su tarea, pero al momento volvieron a su labor: “...combatió en la famosa batalla naval de Lepanto...”.
Ramón cruzó la estancia emitiendo un chasquido peculiar a cada paso: ¡ñec!, ¡ñec!, y se introdujo, abriendo una puerta de color verde en una especie de garita de un metro cuadrado.
Sus condiscípulos seguían embebidos copiando el texto... “pobre siempre, más nunca abatido...”. Sólo se oía el contacto de los bolígrafos con la superficie de los cuadernos, alguna tos infantil, el miau ocasional y displicente del gato y el silbato lejano del afilador: ¡Fiiiiuuuuuuuu!, ¡fiiiiiiiuuuuuu!.
Un grito suplicante cortó el silencio:
--¡Señorita!, ¡señorita!
Era Ramonciño desde el retrete, entreabriendo la puerta verde y sacando su nariz, sus cejas en paréntesis, el pelo erizado y el incipiente bozo, todo negro como un cuervo.
--¿Qué te pasa?—preguntó asustada Finita Ocampo, incorporándose...
--¡Señorita!, ¡Hum!, no puedo... ¡ejem!, no puedo... sacar... la pirola. Se me ha atascado la cremallera.
Una explosión de risas y regocijo general inundó el aula, dejando al pobre don Miguel de Cervantes cautivo en Argel...
La víctima forcejeaba con la pretina, con el ánimo de liberar su apéndice enjaulado. Todo resultaba en vano. Resoplaba: ¡fu!.
--¿Qué?, ¿cómo va?, ¿puedes?—le preguntó solícita la profesora, mientras intentaba apaciguar el huracán de exaltación.
--Nada. Mal. No hay manera. ¡Qué llamen a los bomberos!
No hizo falta. La sacrificada educadora ayudó, resignada, a Ramonciño Pichel a bajar la cremallera.
El gato dijo: “¡miau!”.
--¡Fiiiiiiiiuuuuu¡fiiiiiiiuuuuuuuuuu!,¡el afiladoooooorrrrrrr!. "
3 comentarios:
¡Pobre Ramonciño! ¡Para que luego digan que la vida de los niños es fácil!
Aunque creo que los niños de "entonces" eran muy diferentes a los de ahora...¿Imaginas una escena así, hoy en día?
Un saludo
P.D La visita es puramente de placer, nada de cortesía. eh!!! :)
Buenas noches, Elbereth.
Si te animas a leerlo te lo recomiendo. Es un libro muy ameno y muy tierno. Me recordó algunas cosas de mi infancia. Además juego con ventaja porque conozco algunos de los lugares donde se desarrolla. Es lo que tiene ser mayor... je je je...
Bicos y Gracias.
¡Qué rico el queso con membrillo! Y qué faena la del pobre Ramonciño, con lo que eso duele.
Un abrazo y muy agradecido por tus comentarios tan completos al habla de Lumbrales, con citas literarias y todo.
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