Una vez le había robado una tarde a la semana para convertirla en la primera del año de ocho días.
Esa misma noche, soñando, aprendió a multiplicar las horas por cinco ballenas. Todas en total sumaban treinta y ocho.
Esa misma noche, soñando, aprendió a multiplicar las horas por cinco ballenas. Todas en total sumaban treinta y ocho.
Un fenómeno así no ocurría desde hace siglos por eso sus ojos derramaron lágrimas que cayeron como cristales rotos mientras los susurros del viento llegaban hasta la boca de su estómago para luego hacerle cosquillas en los piés que se deslizaban sobre musgo frondoso y mullido.
Los dibujos de las sábanas, cuadrados de color rojo, naranja y azul, revoletaban a la altura de sus ojos chocándose sin querer, al colocarse de nuevo en sus lugares de origen.
Y la risa siguió al llanto ante tanto desconcierto de imágenes descontroladas que no lograba identificar.
Los dibujos de las sábanas, cuadrados de color rojo, naranja y azul, revoletaban a la altura de sus ojos chocándose sin querer, al colocarse de nuevo en sus lugares de origen.
Y la risa siguió al llanto ante tanto desconcierto de imágenes descontroladas que no lograba identificar.
Despertó desnuda. Empapada en sudor frío. El elegido le musitó suavemente: “Se te hace tarde. Has de irte ya. Te esperan en casa.”
Se pintó los labios en el espejo del ascensor. En el portar encendió un cigarrillo para quemar los últimos instantes que todavía se negaban a abandonarla y salió a la calle dejando atrás un montón de palabras prohibidas.
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