miércoles, 27 de febrero de 2008

La ventana



Recuerdo cuando fue la primera vez que sentí atracción por las ventanas.

Era domingo. Por la mañana. Y la casa estaba envuelta en un silencio inusual. Parece que el resto de los vecinos del edificio se hubiesen mudado sin enterarme.

Estaba en la cama recién acabado de despertar cuando sentí aquella loca necesidad de levantarme y tocar la ventana. Sentir el frío aluminio entre mis manos. Acariciar sus aristas y sus raíles como si fuesen una mujer en celo.

Tengo que reconocer que estos sentimientos me causaron cierta turbación. Nunca había oído ni leído algo semejante. Empezaron a sudarme las manos y tuve una pequeña taquicardia. Eso por no hablar de lo que le estaba sucediendo a mi miembro viril, últimamente en desuso.

La verdad es que estaba avergonzándome de mi conducta, que si al principio me pareció extravagante, ahora me parecía retorcidamente depravada.

Sumido en estas cavilaciones volví a tocar el aluminio. Esta vez lejos de sentirlo frío empezó a derretirse entre mis dedos pero sin quemarme. Su tacto era cálido y agadable. Y cuanto más lo tocaba más olía a cilantro y mandarina.

Sí. Quería poseer a la ventana. No había vuelta atrás. Quería entrar en ella por encima de cualquier otra cosa en el mundo, aunque para ello tuviese que saltara al vacío, irremediablemente, desde un 5º piso de la calle Fuencarral.

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