Ana se despertó demasiado temprano para no tener que madrugar. Alberto dormía todavía profundamente. Abrió el cajón de la mesilla para coger unas braguitas y lo más silenciosamente que pudo se dirigió a la cocina, no sin antes echar un vistazo desde la puerta de la habitación. Quería grabar aquella imagen de él entre las sábanas revueltas. Y no pudo evitar retroceder despacio y acercarse a olerlo. Quería retenerlo todo en su memoria por si aquello no volvía a repetirse. Era lo más probable. Pero no quería pensar en eso ahora. Disfrutar el momento; eso era todo cuanto tenía que hacer.
Echó un vistazo por la ventana y comprobó con agrado que saldría el sol tan esperado después de varios días de lluvia. Tal vez era una señal. Inconscientemente y en alto se dijo: “Anita, hija, mira que eres tonta... tú y tus señales... señales... déjate de chorradas”. Vivir sola le había hecho adquirir esa costumbre: hablar en alto consigo misma.
Encendió la cafetera y se fue a dar una ducha rápida. Mientras el agua caía sobre su cabeza, con los ojos cerrados trataba de recordar cada instante mientras hacían el amor. Y no paraba de oír su nombre en boca de Alberto: Ana, Ana... ¡Mierda!. Le gustaba mucho y tenía que decirle adiós. Inevitablemente. Ya no había vuelta atrás. Ya no había lugar para el arrepentimiento.
Salió del baño y antes de dirigirse a la cocina volvió a pasar por la habitación. Se encontró con la mirada de Alberto. Se había despertado y permanecía pensativo en la cama que los había cobijado.
- Ven a darme un abrazo, sé buena conmigo –Ana se acercó a la cama y se sentó en donde le indicaba Alberto, que se había incorporado mientras le hacia una seña con la mano.
- Hay que ver que cariñoso estás por las mañanas. ¿Siempre te despiertas así?.
- Tú eres la culpable de que esté tan contento. Aunque tengo algo que hablar contigo.
- Pues tú dirás.
- Supongo que ya sabes de lo que quiero hablarte.
- De mis orgasmos.
- Bueno. En realidad me gustaría saber si te ha pasado por casualidad o hay algo más que yo deba saber.
- No te preocupes, Alberto. El problema es mío y sólo mío. Ojalá fuera algo casual. Y es muy largo de contar. Da igual, déjalo.
- No quiero dejarlo, Ana. Somos amigos desde hace tiempo y el hecho de que nos hayamos acostado nos une un poco más. Sabes que te quiero mucho, no quizá de la manera que tu esperes de mí pero me importa todo lo que te pasa, todo lo que te preocupa. Debiste habérmelo contado. Tal vez no es tuyo el problema Ana. Tal vez sólo se trata de que no has dado con el amante adecuado. Bueno, suponiendo que sí puedas conseguir los orgasmos de otro modo.
- Venga, vamos a desayunar. Me muero de hambre. Seguimos luego.
- Está bien, como quieras. Yo también tengo hambre. Si no te importa voy a ducharme primero. ¿Tendrás un cepillo de dientes para mí?.
- ¿Cómo no?. Siempre tengo un cepillo dispuesto para mis amantes ocasionales. Es broma. Aunque es verdad que siempre tengo alguno en casa sin estrenar. Espera que voy a buscarlo
- Eres mi chica ideal.
- Y tú mi príncipe verde.
Alberto se levantó de la cama y se fue al baño. Y Ana se puso una camiseta, la primera que encontró en el armario y se volvió a la cocina a preparar unas tostadas. En menos de que canta un gallo Alberto estaba situado detrás de ella hundiendo de nuevo la cara en su cuello. Ana sintió que se le ponía la piel de gallina. Sus pezones se pusieron de punta y seguían así cuando se sentaron a desayunar. Se vio y se puso colorada. No pudo evitarlo. Alberto le quitó hierro al asunto haciendo como que no se diera cuenta de nada. Tenían un tema importante que tratar y no quería ponerla nerviosa. Suponía que no le sería fácil hablar de algo tan delicado y tan íntimo.
- Bueno, venga, puedes empezar. No omitas ningún detalle que pueda ser importante y no te avergüences. El cuerpo no es un reloj al que se puede dar cuerda y atrasarlo y adelantarlo cuando quieras.
- Pues vamos allá. Verás, yo puedo tener orgasmos: Cuantos quiera, como quiera y donde quiera. De todos los colores, de todos los sabores, de todos los olores... excepto... en ese momento ideal en el que son los dos amantes los que lo comparten. Puede ser antes o puede ser después. En ese justo instante según creo recordar sólo lo he tenido una vez.
- ¿Ni siquiera cuándo estuviste casada?
- Te va a parecer increíble pero apenas puedo recordar mis relaciones sexuales matrimoniales. Bueno, en realidad podría pero no quiero. Sólo puedo recordar que hice el amor demasiadas veces, queriendo y sin querer. Suponía que yo debía complacer a mi marido y cuando no tenía ganas me las inventaba. A veces me sentía muy mal. Incluso provocaba las situaciones durante el día para que por la noche en cama me dejase dormir tranquila. Al final de nuestra relación ya no podía soportar que me pusiese un dedo encima. Llegué a aborrecer el sexo. Una vez ya separada pasé un montón de tiempo sin tener ningún tipo de deseo ni físico ni mental. Y lentamente aprendí a conocer mi cuerpo. Tampoco era capaz de masturbarme. Era terrible porque empezaba a tocarme y no sentía absolutamente nada. Pensé que mi cuerpo se había quedado vacío y jamás recuperaría lo que se suponía que debía de sentir con total normalidad. Poco a poco con el transcurso de los meses empecé a descubrir las caricias que me gustaban y a sentir como mi mente y mi cuerpo empezaban a reaccionar. Con una pareja hay algo que al final siempre me frena. No sé qué demonios es lo que me impide alcanzar el climax a pesar de lo placentero que me resulta el acto amoroso en sí. Soy como una persona ciega. Sé que no puedo ver y por eso me esfuerzo en acrecentar el resto de mis sentidos. Tal vez yo disfrute más con los pequeños detalles que a los demás pasan desapercibidos. Una mirada, un beso, un susurro. Sé que no existe un final para mí y por eso me esfuerzo en que el preludio y el intermedio sean más interesantes. He hecho terapia, he leído libros, lo he intentado todo pero hasta el momento nada ha funcionado.
- ¿Sueles decirles a tus parejas lo que quieres que te hagan o lo que te gusta?
- No. Normalmente me dedico en cuerpo y alma a proporcionar placer al hombre que está conmigo y que me gusta. Eso se me da bien. Recibir ya es otra cosa diferente.
- Ana, haces mal. Una relación es cosa de dos.
- Así serás tú. Pero sabes que la mayoría de los hombres van a lo suyo y en cuanto se suben al tren son incapaces de bajarse una parada antes sólo por el mero hecho de disfrutar del paisaje. Lo único que quieren es llegar. ¿Estamos de acuerdo?.
- Sí y no. No todos somos como describes.
- Puede ser.
- ¿Me dejarías hacer una prueba?. Sólo la haré si estás dispuesta y confias en mí. No voy a hacer nada que te disguste y en el momento que quieras pararé.
- No tienes que hacerlo.
- Ana, yo te deseo. No es ningún sacrificio. Me gustas más de lo que yo podía imaginar. En serio.
- ¿Te importa si pongo música?
- Estás en tu casa. Hoy quiero ser para ti el mago de la lámpara maravillosa. Todo lo que quieras te será concedido. Suena bien.
Alberto se levantó de la mesa y se acercó a Ana para cogerla de la mano y llevarla a la habitación parándose antes en el equipo de música. De pie en la alfombra le sacó la camiseta y se sacó a su vez el calzoncillo.
- ¿Tienes un pañuelo? Jugaremos a los ciegos. Te taparé los ojos. Tú sólo has de disfrutar sin preocuparte de mí. No existo. Es como si estuvieras sola y fuese tu imaginación la que te está proporcionando placer. Sólo tendrás que decirme lo que quieras si sientes esa necesidad y si no pues no dices nada. Es muy sencillo
- ¿Sirve éste?
- Es perfecto
Ana sacó de una caja que guardaba en el armario un pañuelo de seda rojo y Alberto se lo ató con suavidad sobre los ojos.
- ¿Ves algo?
- No
- ¿Te sientes bien?
- Confío en ti.
- Ven, acuéstate –le dijo Alberto, ayudándola a recostarse sobre la cama deshecha.
Se colocó a su lado y empezó a besarla del mismo modo que ella había jugado con él la noche anterior. Ana hundía sus dedos entre el pelo de Alberto acariciando con la yema de los dedos el cuero cabelludo, como si estuviese dándole un masaje.
- ¿Sabes que eso que estás haciendo es muy placentero?
- Tú tampoco lo haces nada mal -le dijo Ana mientras Alberto empezaba a besarle los pezones con el borde de los labios para pasar al siguiente instante a chupárselos como si fuese un niño pequeño amamántandose.
Y caminó con sus besos por el cuerpo menudo de Ana hasta llegar a besarla en el pubis por encima de sus pequeñas braguitas blancas. Ella seguía acariciándole la cabeza y tocándole la cara con las palmas de las manos tratando de adivinar la expresión de su rostro, y rozando sus labios. Alberto subió para empezar a chuparle la punta de los dedos de las manos, saltando de uno en otro golosamente, de arriba abajo. Y la dejó con el deseo contenido de volver a besarla en la boca y descendió de nuevo por su vientre para sacarle con toda la lentitud de la que fue capaz las braguitas. Le separó las piernas con cuidado y se acercó a besarla de nuevo. Ana sintió la humedad de su boca moviéndose con caricias precisas. Lamía su sexo como se lame una cuchara de leche condensada, o de chocolate, o de mermelada de naranja. Sentía que su cuerpo entraba en otra dimensión donde no había límites ni fronteras, donde todo era blando y cálido.
Y como por arte de magia entró en ella. Ana no podría precisar cuál fue el momento exacto en que su sexo fue abandonado por la boca de Alberto para ser penetrado por aquel pene cálido que llegaba hasta lo más profundo de sus entrañas. Y que jugaba dentro parándose de movimiento en movimiento sintiendo como su sexo latía y se contraía para que no se saliera. Tratando de retener entre sus piernas aquél fuego en el que era delicioso quemarse.
Y ninguno de los dos decía nada. Ana jadeaba y Alberto concentrado en desatar aquellas cuerdas que todavía la retenían a un pasado infeliz tampoco encontraba las palabras adecuadas. Los dos estallaron al mismo tiempo con un mismo grito contenido de placer, antiguo para Alberto y nuevo para Ana.
Alberto se echó sudoroso al lado de Ana, le desató el pañuelo y la besó tiernamente mirándose en aquellos ojos profundos que le decían que una luz se había abierto en aquel túnel oscuro que había dentro de su cuerpo y en donde se había perdido tantas veces sin poder encontrar la salida.
Y de nuevo se quedaron dormidos. Ana tuvo un sueño en colores. Iba con Alberto paseando en unas bicicletas azules bordeando la laguna. Las gaviotas que llegaban de la costa hasta allí formaban círculos en el aire y parecía como si estuvieran escoltándolos. Y Alberto, también soñó. Soñó que le decía a Ana gritando que no quería irse de su lado mientras jugaba a perseguirla en la playa por la arena mojada, a punto de ser pillados por las olas que llegaban para lamerles los pies descalzos.
Echó un vistazo por la ventana y comprobó con agrado que saldría el sol tan esperado después de varios días de lluvia. Tal vez era una señal. Inconscientemente y en alto se dijo: “Anita, hija, mira que eres tonta... tú y tus señales... señales... déjate de chorradas”. Vivir sola le había hecho adquirir esa costumbre: hablar en alto consigo misma.
Encendió la cafetera y se fue a dar una ducha rápida. Mientras el agua caía sobre su cabeza, con los ojos cerrados trataba de recordar cada instante mientras hacían el amor. Y no paraba de oír su nombre en boca de Alberto: Ana, Ana... ¡Mierda!. Le gustaba mucho y tenía que decirle adiós. Inevitablemente. Ya no había vuelta atrás. Ya no había lugar para el arrepentimiento.
Salió del baño y antes de dirigirse a la cocina volvió a pasar por la habitación. Se encontró con la mirada de Alberto. Se había despertado y permanecía pensativo en la cama que los había cobijado.
- Ven a darme un abrazo, sé buena conmigo –Ana se acercó a la cama y se sentó en donde le indicaba Alberto, que se había incorporado mientras le hacia una seña con la mano.
- Hay que ver que cariñoso estás por las mañanas. ¿Siempre te despiertas así?.
- Tú eres la culpable de que esté tan contento. Aunque tengo algo que hablar contigo.
- Pues tú dirás.
- Supongo que ya sabes de lo que quiero hablarte.
- De mis orgasmos.
- Bueno. En realidad me gustaría saber si te ha pasado por casualidad o hay algo más que yo deba saber.
- No te preocupes, Alberto. El problema es mío y sólo mío. Ojalá fuera algo casual. Y es muy largo de contar. Da igual, déjalo.
- No quiero dejarlo, Ana. Somos amigos desde hace tiempo y el hecho de que nos hayamos acostado nos une un poco más. Sabes que te quiero mucho, no quizá de la manera que tu esperes de mí pero me importa todo lo que te pasa, todo lo que te preocupa. Debiste habérmelo contado. Tal vez no es tuyo el problema Ana. Tal vez sólo se trata de que no has dado con el amante adecuado. Bueno, suponiendo que sí puedas conseguir los orgasmos de otro modo.
- Venga, vamos a desayunar. Me muero de hambre. Seguimos luego.
- Está bien, como quieras. Yo también tengo hambre. Si no te importa voy a ducharme primero. ¿Tendrás un cepillo de dientes para mí?.
- ¿Cómo no?. Siempre tengo un cepillo dispuesto para mis amantes ocasionales. Es broma. Aunque es verdad que siempre tengo alguno en casa sin estrenar. Espera que voy a buscarlo
- Eres mi chica ideal.
- Y tú mi príncipe verde.
Alberto se levantó de la cama y se fue al baño. Y Ana se puso una camiseta, la primera que encontró en el armario y se volvió a la cocina a preparar unas tostadas. En menos de que canta un gallo Alberto estaba situado detrás de ella hundiendo de nuevo la cara en su cuello. Ana sintió que se le ponía la piel de gallina. Sus pezones se pusieron de punta y seguían así cuando se sentaron a desayunar. Se vio y se puso colorada. No pudo evitarlo. Alberto le quitó hierro al asunto haciendo como que no se diera cuenta de nada. Tenían un tema importante que tratar y no quería ponerla nerviosa. Suponía que no le sería fácil hablar de algo tan delicado y tan íntimo.
- Bueno, venga, puedes empezar. No omitas ningún detalle que pueda ser importante y no te avergüences. El cuerpo no es un reloj al que se puede dar cuerda y atrasarlo y adelantarlo cuando quieras.
- Pues vamos allá. Verás, yo puedo tener orgasmos: Cuantos quiera, como quiera y donde quiera. De todos los colores, de todos los sabores, de todos los olores... excepto... en ese momento ideal en el que son los dos amantes los que lo comparten. Puede ser antes o puede ser después. En ese justo instante según creo recordar sólo lo he tenido una vez.
- ¿Ni siquiera cuándo estuviste casada?
- Te va a parecer increíble pero apenas puedo recordar mis relaciones sexuales matrimoniales. Bueno, en realidad podría pero no quiero. Sólo puedo recordar que hice el amor demasiadas veces, queriendo y sin querer. Suponía que yo debía complacer a mi marido y cuando no tenía ganas me las inventaba. A veces me sentía muy mal. Incluso provocaba las situaciones durante el día para que por la noche en cama me dejase dormir tranquila. Al final de nuestra relación ya no podía soportar que me pusiese un dedo encima. Llegué a aborrecer el sexo. Una vez ya separada pasé un montón de tiempo sin tener ningún tipo de deseo ni físico ni mental. Y lentamente aprendí a conocer mi cuerpo. Tampoco era capaz de masturbarme. Era terrible porque empezaba a tocarme y no sentía absolutamente nada. Pensé que mi cuerpo se había quedado vacío y jamás recuperaría lo que se suponía que debía de sentir con total normalidad. Poco a poco con el transcurso de los meses empecé a descubrir las caricias que me gustaban y a sentir como mi mente y mi cuerpo empezaban a reaccionar. Con una pareja hay algo que al final siempre me frena. No sé qué demonios es lo que me impide alcanzar el climax a pesar de lo placentero que me resulta el acto amoroso en sí. Soy como una persona ciega. Sé que no puedo ver y por eso me esfuerzo en acrecentar el resto de mis sentidos. Tal vez yo disfrute más con los pequeños detalles que a los demás pasan desapercibidos. Una mirada, un beso, un susurro. Sé que no existe un final para mí y por eso me esfuerzo en que el preludio y el intermedio sean más interesantes. He hecho terapia, he leído libros, lo he intentado todo pero hasta el momento nada ha funcionado.
- ¿Sueles decirles a tus parejas lo que quieres que te hagan o lo que te gusta?
- No. Normalmente me dedico en cuerpo y alma a proporcionar placer al hombre que está conmigo y que me gusta. Eso se me da bien. Recibir ya es otra cosa diferente.
- Ana, haces mal. Una relación es cosa de dos.
- Así serás tú. Pero sabes que la mayoría de los hombres van a lo suyo y en cuanto se suben al tren son incapaces de bajarse una parada antes sólo por el mero hecho de disfrutar del paisaje. Lo único que quieren es llegar. ¿Estamos de acuerdo?.
- Sí y no. No todos somos como describes.
- Puede ser.
- ¿Me dejarías hacer una prueba?. Sólo la haré si estás dispuesta y confias en mí. No voy a hacer nada que te disguste y en el momento que quieras pararé.
- No tienes que hacerlo.
- Ana, yo te deseo. No es ningún sacrificio. Me gustas más de lo que yo podía imaginar. En serio.
- ¿Te importa si pongo música?
- Estás en tu casa. Hoy quiero ser para ti el mago de la lámpara maravillosa. Todo lo que quieras te será concedido. Suena bien.
Alberto se levantó de la mesa y se acercó a Ana para cogerla de la mano y llevarla a la habitación parándose antes en el equipo de música. De pie en la alfombra le sacó la camiseta y se sacó a su vez el calzoncillo.
- ¿Tienes un pañuelo? Jugaremos a los ciegos. Te taparé los ojos. Tú sólo has de disfrutar sin preocuparte de mí. No existo. Es como si estuvieras sola y fuese tu imaginación la que te está proporcionando placer. Sólo tendrás que decirme lo que quieras si sientes esa necesidad y si no pues no dices nada. Es muy sencillo
- ¿Sirve éste?
- Es perfecto
Ana sacó de una caja que guardaba en el armario un pañuelo de seda rojo y Alberto se lo ató con suavidad sobre los ojos.
- ¿Ves algo?
- No
- ¿Te sientes bien?
- Confío en ti.
- Ven, acuéstate –le dijo Alberto, ayudándola a recostarse sobre la cama deshecha.
Se colocó a su lado y empezó a besarla del mismo modo que ella había jugado con él la noche anterior. Ana hundía sus dedos entre el pelo de Alberto acariciando con la yema de los dedos el cuero cabelludo, como si estuviese dándole un masaje.
- ¿Sabes que eso que estás haciendo es muy placentero?
- Tú tampoco lo haces nada mal -le dijo Ana mientras Alberto empezaba a besarle los pezones con el borde de los labios para pasar al siguiente instante a chupárselos como si fuese un niño pequeño amamántandose.
Y caminó con sus besos por el cuerpo menudo de Ana hasta llegar a besarla en el pubis por encima de sus pequeñas braguitas blancas. Ella seguía acariciándole la cabeza y tocándole la cara con las palmas de las manos tratando de adivinar la expresión de su rostro, y rozando sus labios. Alberto subió para empezar a chuparle la punta de los dedos de las manos, saltando de uno en otro golosamente, de arriba abajo. Y la dejó con el deseo contenido de volver a besarla en la boca y descendió de nuevo por su vientre para sacarle con toda la lentitud de la que fue capaz las braguitas. Le separó las piernas con cuidado y se acercó a besarla de nuevo. Ana sintió la humedad de su boca moviéndose con caricias precisas. Lamía su sexo como se lame una cuchara de leche condensada, o de chocolate, o de mermelada de naranja. Sentía que su cuerpo entraba en otra dimensión donde no había límites ni fronteras, donde todo era blando y cálido.
Y como por arte de magia entró en ella. Ana no podría precisar cuál fue el momento exacto en que su sexo fue abandonado por la boca de Alberto para ser penetrado por aquel pene cálido que llegaba hasta lo más profundo de sus entrañas. Y que jugaba dentro parándose de movimiento en movimiento sintiendo como su sexo latía y se contraía para que no se saliera. Tratando de retener entre sus piernas aquél fuego en el que era delicioso quemarse.
Y ninguno de los dos decía nada. Ana jadeaba y Alberto concentrado en desatar aquellas cuerdas que todavía la retenían a un pasado infeliz tampoco encontraba las palabras adecuadas. Los dos estallaron al mismo tiempo con un mismo grito contenido de placer, antiguo para Alberto y nuevo para Ana.
Alberto se echó sudoroso al lado de Ana, le desató el pañuelo y la besó tiernamente mirándose en aquellos ojos profundos que le decían que una luz se había abierto en aquel túnel oscuro que había dentro de su cuerpo y en donde se había perdido tantas veces sin poder encontrar la salida.
Y de nuevo se quedaron dormidos. Ana tuvo un sueño en colores. Iba con Alberto paseando en unas bicicletas azules bordeando la laguna. Las gaviotas que llegaban de la costa hasta allí formaban círculos en el aire y parecía como si estuvieran escoltándolos. Y Alberto, también soñó. Soñó que le decía a Ana gritando que no quería irse de su lado mientras jugaba a perseguirla en la playa por la arena mojada, a punto de ser pillados por las olas que llegaban para lamerles los pies descalzos.
4 comentarios:
Hola Aldabra: Muchas gracias por buscar el autor de la imagen de mi texto. Es una foto que teníaguardada hace tiempo en mi ordenador, porque me parece admirable, pero no conseguí encontrarla en internet. Sobre Baricco te puedo recomendar un libro "Iliada, Iliada". Se trata de una serie de recitales que ofreció el mismo baricco adaptando capítulos de La Ilíada. Está carcado de toda la épica de Homero y del lirismo de baricco. De verdad que merece la pena. Otros relatos como City, son interesantes, pero no llegan a la intensidad y belleza de Seda o Ilíada, Ilíada.
Y perdona que insista: Sidharta es un texto muy especial. Hesse construye a partir de la vida de Buda (Sidharta) un mundo en el que la vida es como un cauce que vamos llenando con el agua de nuestros sentimientos, sensaciones, emocones y decepciones. Es una novela para degustar con todos los sentidos y que se incrusta en el alma una cicatriz imborrable.
Y sobre tus textos... Ya sabes, te lo he dicho antes, que me gustan mucho. Los leo sin respirar y el poso que me dejan es que extraes con la maestría de un minero los minerales de los que están construida nuestra vida: el amor, la soledad, el silencio, el deseo y la búsqueda. Un saludo y te espero en mi blog.
Estás a punto de caer en las redes de un comentarista que utiliza la ternura literaria para ligar en la red. Es un aguijón afilado y envenenado. En la vida real es egoista y cruel. Suerte
Querido Anónimo:
Te escudas en que no dices tu nombre para herir, (repito, ver blog Redeyes, aunque no haría falta que lo escribiera ¿verdad?) pero yo ya sé quién eres.
Ya tengo los años suficientes para haber conocido a alguna persona como tú, con mucha amargura dentro (repito, ver blor Redeyes ) y que, por lo que deduzco, no ha sabido encajar bien algún golpe.
En principio, te amparas en querer ser amable conmigo y advertirme sobre "alguien" que ni siquiera conozco, cuando lo que de verdad quieres es seguir difamando a esa persona.
Si me molesto en responder a tu comentario es para decirte, que en lo que a mí respecta, esto es todo cuanto voy a responderte. No voy a contestar a este tipo de comentarios. Y si sigues por este camino intentando poner algún comentario más de este tipo, los suprimiré.
Gracias, pero no busco en este blog consejos de desconocidos. Para mi blog quiero otra finalidad. Quiero que los que lo lean disfruten, rían, lloren... sientan, en una palabra.
Que tengas un buen día.
Yo soy el anónimo anterior.
Perdón por no añadir mi nombre, Aldabra, no llevo mucho tiempo en esto y se me olvidó. No era esa mi intención.
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